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PREGÓN DA SEMANA SANTA VIGUESA 2012

Pregonero: 
D. Jaime Barrecheguren Beltrán
29/03/2012

 

Monseñor Luis Quinteiro Fiuza, Junta Directiva del Círculo Cultural Mercantil e Industrial de Vigo, Presidentes y representantes de las Cofradías:

“Nuestro Padre Jesús del Silencio, Virgen de la Amargura y Cristo de la Fe”, “Hermandad de la Pasión”, “Hermandad de Nuestra Señora de la Piedad”, ”Hermandad de la Virgen de los Dolores”, “Nazareno y Virgen Dolorosa de San Miguel de Bouzas”, “Nuestro Señor Jesús Nazareno y de la Santísima Virgen de los Dolores de San Salvador de Teis” y “Orden Tercera Seglar de San Francisco”, autoridades, cofrades y amigos todos.

Las circunstancias de la vida hacen que hoy me encuentre aquí, entre todos ustedes, en este Salón Regio del Círculo Cultural, Mercantil e Industrial de Vigo, tan unido a la vida de la ciudad y a lo que en ella acontece, para abrir con este pregón la Semana Santa de Vigo 2012.

Es para mi un honor ser el pregonero de la Semana Santa de este año, y mi presencia aquí viene acompañada de un cierto temor ante el reto que supone estar a la altura de los ilustres pregoneros que por aquí han pasado en años anteriores. Por adelantado les doy las gracias por su estimable escucha.

Un componente importante de la Semana Santa es la presencia de las hermandades y cofradías.

Estas nacieron en la Edad Media vinculadas al mundo del trabajo artesanal y marinero, reunían a patronos y obreros de un mismo oficio y tenían por fin asegurar la calidad y honestidad del trabajo, pero además cumplían unas importantes funciones en la previsión social, tanto hacia los propios miembros de estas instituciones, como hacia el exterior.

Las cofradías podían tener un componente profesional y religioso o únicamente religioso, aunque era frecuente la unión de ambos. Muchas de ellas acabaron vinculándose a una parroquia o a una orden religiosa en su rama terciaria, lo cual aportaba beneficios espirituales y el privilegio del fuero.

Se hallaban bajo la protección de un santo patrón, celebraban su fiesta con mucho esplendor (misa, procesión, comida de hermandad…) y a veces tenían una capilla propia. Se regían por un reglamento u ordenanzas; al frente había un presidente y una junta de gobierno colegial; y además se imponían unas condiciones para entrar en la cofradía y unas obligaciones morales, económicas y piadosas. Tradicionalmente se ha aceptado que fue el gremio de toneleros de Málaga el que se agrupó para dar culto a Jesús Nazareno, una de las advocaciones de más tradición y antigüedad en Andalucía.

De su espíritu llama la atención la fuerte solidaridad entre sus miembros, que con frecuencia se denominaban “hermanos”. La orientación caritativa iba prácticamente unida a estas corporaciones y a veces se especializaban en alguna línea: asistencia a prisioneros, enseñanza de la doctrina cristiana..., pero sobre todo los hospitales. Todo el sistema de previsión social que crearon en este sentido resulta de un gran interés por la protección al trabajador y a su familia: auxilio o subsidio de enfermedad (en dinero, con el trabajo de los cofrades y en ocasiones con prestación de asistencia médico-farmacéutica), auxilio de accidentes, auxilio de invalidez y  vejez, auxilio para situaciones de pobreza, auxilio de muerte o gastos de entierro, auxilio de supervivencia para viudas y huérfanos y otros auxilios varios (principalmente tres, de los que sólo el primero fue el más habitual: dotes para las bodas o ingresos en vida conventual de las hijas de cofrades, auxilio en caso de prisión y auxilio para rescate de cofrades cautivos en “tierras de moros”).

Con la decadencia de los gremios muchas hermandades gremiales se extinguieron y con ellas muchas cofradías; otras se transformaron desapareciendo el componente profesional y conservando sólo el componente religioso unido al compromiso caritativo. Hoy las hermandades y cofradías vinculadas a la Semana Santa tienen por finalidad: promover y propagar culto público a Nuestro señor Jesucristo y a su Madre la Virgen María, fomentar la piedad, la caridad cristiana y el compromiso, y vivir la fe en fraternidad, entre otras. Y como todo el mundo sabe, tienen gran arraigo y tradición en la Iglesia y son, además, una de las expresiones más destacadas de la religiosidad popular que pueden ayudar eficazmente a los fieles a testimoniar públicamente su fe.

Como nos dice Pablo VI en la Exhortación apostólica “La evangelización del

mundo contemporáneo”: “La religiosidad popular refleja una sed de Dios que

solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de

generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la

fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la

paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra

actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en

quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida

cotidiana, desapego, aceptación de los demás… Bien orientada, esta

religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras masas

populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo” (E.N. 48)

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Os pido, queridos cofrades, que no caigáis en el desaliento, y os animo

a trabajar, codo con codo con la comunidad parroquial, para revitalizar las

cofradías, para que sean expresión auténtica de la vivencia de la fe, de la

piedad, fervor y devoción a Jesús y a su Madre María y del compromiso

caritativo con las personas necesitadas.

La Semana Santa es algo más que el desfile de unas bellas, emotivas,

dolientes y a veces desgarradoras imágenes de Jesús y María por las calles

de la ciudad. En la Semana Santa celebramos la pasión, muerte y

resurrección de Cristo-Jesús. Una celebración que se vive en la calle

(procesiones, bendición de ramos, vía crucis …); que se vive en el templo

(oficios, Eucaristía, meditación, oración, perdón, adoración, hora santa,

triduos, Pascua…); que se vive en el interior de la persona (oración,

reflexión, arrepentimiento, sacrificio, obras de caridad …).

No es una semana más del año, una semana cualquiera, es la Semana

Grande, la última semana de Jesús-Hombre. Para los cristianos es el

momento litúrgico más intenso de todo el año, preparado ya con antelación

desde el inicio de la Cuaresma -a punto de concluir- por todos aquellos que

intentan vivir su fe de una manera coherente con el SER cristiano. Sin

embargo, para muchos, se ha convertido sólo en un tiempo de descanso, de

disfrute de la vida, de vacación, olvidándose de dedicar este tiempo a la

oración y la reflexión en los misterios de la Pasión y Muerte de Jesús. En

otros tiempos eran muchas las personas que participaban con devoción de

las riquezas de las celebraciones propias de este tiempo. Hoy, en otras

ciudades, son muchas las personas que viven con intensidad las

celebraciones y procesiones de esta semana; y mientras los fieles se

preparan con dedicación, entusiasmo y fervor esperando la llegada de la

“gran semana”, aquí, en esta ciudad de Vigo, faltan costaleros para llevar a

hombros a Jesús y a su Madre María. Mientras más de cien mil personas el

primer domingo de agosto acompañan al Cristo durante horas, a ese Cristo

de la Victoria; faltan personas para acompañar al Nazareno, a ese Cristo

doliente y sufriente.

Vivir la Semana Santa es celebrar y revivir su entrega a la muerte por

amor a nosotros y su Resurrección, que nos recuerda que los hombres

fuimos creados para vivir eternamente junto a Dios. Es acompañar a Jesús

con nuestra oración, sacrificio y el arrepentimiento de nuestros pecados.

La Iglesia, en este tiempo, anima a sus hijos a purificarse, en el

arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes.

Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos

ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar

las tentaciones y las dificultades de hoy. Es necesario hacer enmienda

invocando con fuerza el perdón de Cristo (TMA, 33).

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La época actual junto a muchas luces presenta igualmente no pocas

sombras ¿Cómo callar, por ejemplo, ante la indiferencia religiosa que lleva a

muchos hombres de hoy a vivir como si Dios no existiera o a conformarse

con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con el problema de la verdad y

con el deber de la coherencia?

No se puede negar que la vida espiritual en muchos cristianos

atraviesa un momento de incertidumbre que afecta no sólo a la vida moral,

sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe. ¿Y no es

acaso de lamentar entre las sombras del presente, la corresponsabilidad de

tantos cristianos en graves formas de injusticia y de marginación social?

Es también oportuno resaltar la virtud teologal de la caridad,

recordando la sintética y plena afirmación de la primera carta de San Juan

“Dios es amor” (4, 8, 16). La caridad en su doble faceta de amor a Dios y a

los hermanos, es la síntesis de la vida moral del creyente. Ella tiene en Dios

su fuente y su meta.

Toda la vida de Cristo es la expresión máxima de la caridad:

reconocimiento de la dignidad de las personas como hijos de Dios,

compasión hacia los que sufren, milagros a favor de los desvalidos, llamadas

profundas a la conciencia social y al amor al prójimo …y todo ello culmina

con su sacrificio redentor en la cruz.

La Semana Santa tiene como protagonista a Cristo-Jesús.

Jesús crucificado y glorificado en su muerte es el resumen de todos los

misterios, la clave de nuestra fe.

Pero, ¿Quién es Jesús de Nazaret ?

Es el Hombre perfecto, el Hijo de Dios.

No sabemos nada de la apariencia física de Jesús, nada nos dicen los

evangelios. Cada uno de nosotros, supongo, tenemos nuestra propia imagen

de El.

Hemos constatado, a través de la lectura del evangelio que mostraba:

personalidad rica y profunda, la cólera ante la dureza de corazón de sus

oyentes y ante algunos comportamientos, como la expulsión de los

mercaderes del templo, la angustia ante la cruz, que comprendía el interior

de las personas, que estaba pendiente de los sufrimientos humanos. Una

personalidad fuera de lo normal, extraordinaria, admirable para muchos. Una

personalidad propia de un hombre totalmente ajeno al mal.

A lo largo de los siglos se han hecho numerosos retratos de El, muy

diferentes incluso, en los que se pretendía destacar algunos rasgos sobre

otros.

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Lo que impresiona de la lectura de los evangelios es la profundidad del

mensaje de Cristo, descubrir como la vida tiene verdaderamente sentido.

Dios se nos revela a través de Jesús: en su manera de vivir, de hablar,

de luchar, de orar, de denunciar, de amar... Jesús es maestro de vida.

Nuestro Maestro.

Cuando en nuestra oración, nuestra vida, alegrías y miserias quedan

proyectadas sobre la vida de Jesús y de las gentes que acudían a él,

estamos considerando a Jesús en su humanidad y, al igual que él acudía al

Padre en los momentos difíciles, nosotros acudimos a él para que nos

comprenda, nos consuele e interceda por nosotros. Vayamos donde

vayamos, y hagamos lo que hagamos, la oración siempre debe estar con

nosotros.

Pero ojo, no podemos separar su humanidad de su divinidad.

Es un riesgo estar atentos solamente a su humanidad.

Son muchas las personas que han perdido la fe por comprometerse

con el desfavorecido, atendiendo sólo a la humanidad de Jesús.

Jesús, desde su esencia humana, nos muestra el rostro de Dios y nos

enseña un camino, el camino. La doctrina de Jesús no procede de

enseñanzas humanas, sino que es fruto de su esencia divina; porque es Hijo

del Padre.

El misterio de Cristo, no estriba sólo en que sea Dios, sino en que sea,

al mismo tiempo, Dios y Hombre.

Es fácil caer en la desfiguración de Cristo, y esto sucede a menudo,

cuando nos limitamos a ver y a afirmar uno sólo de ambos componentes de

su naturaleza; cuando consideramos exclusivamente la naturaleza humana o

la divina. Nuestro Cristo, el Cristo del cristianismo auténtico, es tan verdadero

hombre como verdadero Dios. Cristo es nuestro salvador no porque sea Dios

u hombre, sino por ser Dios y hombre.

Si solamente vemos en él al Dios, difícilmente vamos a poder

comprender su sufrimiento, difícilmente vamos a poder verle en el rostro del

hermano que sufre.

Si solamente vemos en él al hombre, difícilmente vamos a poder

entender el camino de salvación que nos muestra; no seremos capaces de

entender sus palabras “Dios mío, que no se haga mi voluntad sino la tuya”

(Lc 22,42).

En Jesús, lo humano y lo divino no se confunden, pero son

indisociables.

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Cristo es el hombre perfecto porque ha devuelto a la descendencia de

Adán, la semejanza divina, deformada por el pecado. Trabajó con manos de

hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre,

amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo

verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros,

excepto en el pecado (GS 22).

Cristo cargó con la cruz en el instante mismo en que aceptó y se cargó

con la naturaleza humana. Esa es la cruz radical; fundamento de todos los

dolores y de todas las cruces: ser hombre. Una naturaleza humana

exquisitamente sensible y dotada para el sufrimiento; sobre la cual pesaban

además todos los pecados del mundo de los que Cristo aceptó

responsabilizarse voluntariamente con todas sus consecuencias. Y desde su

cátedra de la cruz nos enseña que los sufrimientos vividos desde el amor y la

paciencia cristiana son redentores, “completan su pasión” (Col 1,24).

Cuando los apóstoles dicen que Jesús es el Hijo de Dios, quieren decir

que es “imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en

él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra....; todo fue

creado por él y para él; él existía con anterioridad a todo, y todo tiene en él

su consistencia...” (Col 1, 15-20)

La Teología cristiana afirma que es a través de la humanidad de Jesús,

de su forma de ser hombre, donde nos encontramos con su divinidad. Es en

su manera de vivir, de hablar, de luchar, de orar, de denunciar, de amar,

Donde Dios se ha revelado.

Cristo, redentor del mundo, es el único mediador entre Dios y los

hombres porque no hay bajo el cielo otro nombre por el que podamos ser

salvados (Hch 4,12).

El mensaje de Jesús es llevar la Buena Nueva a los pobres.

Deberíamos preguntarnos si el mensaje de Jesús sobre la pobreza nos

hace descubrir nuestra “no pobreza”, es decir, nuestras pretensiones de

auto-suficiencia, nuestros deseos posesivos de todo orden.

En el tiempo y en el pueblo judío donde vivió Jesús, las personas eran

valoradas por su linaje, la calidad de sus vestidos, su forma de hablar, sus

conocimientos, según los puestos que ocupaban en banquetes. Y esto sigue

siendo así en nuestros días. Pero Jesús trastoca esos criterios. Cuando

según la mentalidad más corriente de su pueblo el valor primero era ser rico,

Jesús nos enseña a ser pobres, destacando como valor primero el

“compartir”.

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Innumerables pasajes del Evangelio nos muestran cuales son nuestra

“pobrezas” y cuales nuestras “riquezas”.

Nuestras miserias son nuestra “pobrezas”, que son muchas; todo

aquello de lo que debemos desprendernos para poder vivir según el estilo de

la bienaventuranzas.

Sería bueno que nos interpelásemos si el Evangelio es para nosotros

una llamada a procurar un estilo de vida más sobrio y austero; si

encontramos en el la motivación para compartir fraternalmente.

Jesús vino a salvar a los pobres (Lc 4,18), pero no excluyó a los ricos.

La riqueza atrae a las personas porque gracias a ella pueden hacer realidad

el deseo de satisfacer sus necesidades. Los ricos no se encuentran más

alejados de Dios porque sean peores que los pobres, sino porque la riqueza

es el obstáculo que impide su cercanía.

Él mismo, siendo rico se hizo pobre y vivió la pobreza como expresión

de su entrega total al Padre, de su plena disponibilidad al servicio de los

hombres y como camino de solidaridad con los pobres.

Los pobres son los preferidos de Cristo, y Jesús nos pide que hagamos

partícipes a los demás de lo que tenemos. Todo lo que somos y tenemos, a

El se lo debemos; y El nos pide que no nos lo guardemos para nosotros sino

que lo compartamos con los demás.

Deberíamos preocuparnos si no nos damos cuenta de que todo lo que

tenemos es prestado, y así nos lo demuestra la parábola del rico Epulón: no

se le condena por tener riquezas y almacenarlas, ni se dice que muriera a

causa de ellas, se le llama necio porque ha puesto su corazón en las

riquezas, ha acumulado algo que no va a poder disfrutar y todo su esfuerzo

no le ha valido para nada. Cristo nos lo presenta como la antítesis del no

compartir, de lo pasajero que es todo en esta vida, visto únicamente desde el

punto de vista natural y terreno.

Es preciso que ante los problemas dramáticos de la pobreza material,

psicológica y espiritual tan extendidos en nuestro mundo desarrollado y en

los países en vía de desarrollo, a pesar de los avances técnicos y

económicos de nuestra época, nos preguntemos, qué nos pide hoy el

Evangelio a nosotros, y cómo podemos ser testigos de la “buena noticia” a

los pobres.

Vivir la caridad y construir la caridad constituyen, para el cristiano, la

globalidad de su compromiso. Entre las nuevas formas evangelizadoras, hoy

se valora la vivencia de la caridad desde una perspectiva social, así como el

compromiso creyente a favor de la transformación de la realidad social.

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“El amor es una luz – en el fondo la única- que ilumina constantemente

a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible,

y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a

imagen de Dios” (DCE, 39). San Pablo nos da toda una lección de lo que

debe ser en el cristiano el amor a los demás, la caridad, cuando nos dice en

su Carta a los Corintios: “Aunque hablara...; aunque tuviera...; aunque

repartiera...; si no tengo amor (caridad),... nada soy,... nada me aprovecha.

El amor (la caridad) es paciente, es servicial, no es envidiosa, no es

jactanciosa, no se engríe... todo lo excusa, todo lo espera,... todo lo soporta...

El amor (la caridad) no acaba nunca” (1 Cor 13, 1-8).

Nuestro signo de credibilidad tiene que ser el amor. Y para amar,

tenemos que ser capaces de ver en el pobre el rostro de Cristo. “Al final de

la vida, nos examinarán del amor”. Difícil es, pero así es como vivió Jesús y

ese es el ejemplo de vida que nos dio. Cristo nos ha elegido para que

practiquemos su mandamiento del amor y caridad para con los demás.

Jesús sigue crucificado en todos los que sufren. Somos solidarios del

sufrimiento que nos rodea, si nos ponemos en lugar del sufriente, si vemos

en él a Cristo.

La depresión económica que nos acucia desde hace varios años,

extraordinariamente descrita por el Papa Benedicto XVI en su Encíclica

“Caritas in veritate”, fruto de la crisis antropológica que no se quiere

reconocer, ha hecho y sigue haciendo que muchas personas, que muchas

familias queden tiradas al borde del camino; y no podemos quedar

impasibles. Se han dado y se siguen dando situaciones de injusticia; se han

dado y se siguen dando situaciones que aún siendo legales son ética, moral

y socialmente rechazables.

“El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores

económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la

llamada al bien común” (CV, 71).

“Estoy en medio de vosotros como el que os sirve” (Lc 22,27), es

el mensaje de Jesús.

Jesucristo no fue enviado por Dios para ser “rey de los judíos” tal y

como ellos lo entendían: Señor que iba a liberar a su pueblo de la opresión y

les iba a conducir a la dominación de los pueblos vecinos.

Jesucristo fue enviado por Dios para salvar al hombre de la opresión

del pecado, el pecado que es el causante de los males del hombre; y para

ello vino a ofrecerse al Padre como víctima propiciatoria, abajándose hasta la

muerte en la cruz.

Ponerse al servicio del Señor equivale a dejar el camino erróneo y

desviado para tomar la senda que conduce a Dios; es decir, cambiar de

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conducta, adoptar una nueva orientación en nuestro comportamiento, que es

lo que caracteriza lo esencial de la conversión; descubrir la vocación

cristiana.

Estar al servicio del otro, al servicio de los demás, supone seguir el

ejemplo de Jesús.

Estar al servicio del otro, supone querer y trabajar por su salvación,

cambiar el yó por el tú, estar atento a sus necesidades espirituales y

materiales, ayudarle en lo que necesite sin esperar a que lo demande, sin

esperar nada a cambio, trabajar para instaurar y engrandecer el Reino de

Dios en el mundo, estar disponible, ser paciente.

Estamos en actitud de servicio siempre que nos adelantamos a las

necesidades de los demás, siempre que no ponemos excusas, siempre que

respondemos sin vacilar a las llamadas que se nos hacen, siempre que

decimos Sí como María.

En una sociedad cada vez más utilitarista, más individualista, más

egoísta, hacen falta personas dispuestas a estar al servicio del amor, al

servicio de la mejora de la sociedad.

Al cristiano debe animarle la utopía. Ninguna acción del hombre puede

producirse sin el concurso divino, pues en Dios “vivimos, nos movemos y

somos” (Hch 17,28). La providencia divina es la que gobierna el mundo, y si

Dios lo quiere, es posible. Nosotros sólo tenemos que ponernos en sus

manos, pedírselo y el actuará.

Muchas veces nos encontramos frente a personas que consideramos

últimos y lo que debemos hacer es considerarlos y tratarlos como si fueran

primeros; porque lo son a los ojos de Dios, aunque no lo sean a los ojos de

los hombres.

El Señor nos invita siempre al desprendimiento; fue lo que El hizo a lo

largo de su vida, hasta la dio por todos nosotros.

Cuando leemos las vidas ejemplares de los santos siempre se destaca

la gran capacidad de donación que tenían; y esa es la gran riqueza. Cuanto

mayor sea nuestra capacidad de donación, mayor es nuestra capacidad de

amar, más cerca estamos de Cristo y más nos identificamos con El; más fácil

nos resulta ver en los demás su rostro. Por eso siempre encontramos mayor

satisfacción en dar que en recibir.

Queridos amigos, no nos basta con cumplir los mandamientos, como el

joven rico, sino también dar parte de lo que somos y tenemos a los demás:

dones, carismas, tiempo, preocupación, inteligencia, amor, esfuerzo…; sobre

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todo a quienes más lo necesiten; sin esperar nada a cambio, sin ocultar el

por qué lo hacemos.

La Pascua de Jesús.

Después de 20 siglos los cristianos seguimos haciéndonos la pregunta

¿era necesario que Jesús fuera crucificado? ¿Por qué era necesario que

pasara por el sufrimiento y la muerte?

Sin duda, el camino desemboca en la resurrección. Porque ha querido

vivir hasta el final el amor de su Padre y el amor a sus hermanos. El Padre

ha pasado por la muerte de su Hijo porque quería la salvación de los

hombres.

La resurrección de Jesús muestra que el padre ha recibido la ofrenda

de su Hijo. La resurrección de Cristo muestra que el camino de la cruz

desemboca en la vida.

La cruz es el éxito. Es amar al otro, incluso al enemigo, hasta la

donación de sí mismo. La resurrección de Cristo abre a los hombres a la

esperanza. La vida ha triunfado a la muerte.

La resurrección de Jesús no suprime la muerte del hombre, como

tampoco elimina nuestras angustias, nuestros miedos, tristezas o

sufrimientos frente a ella. Pero con Cristo resucitado ya no es el final

definitivo, sino el preludio del paso hacia la otra vida.

La resurrección de Jesús es un acontecimiento en la historia humana.

Nadie, salvo Jesús, volvió después de su muerte. Cristo entró en una vida

inmortal, ya no morirá jamás y como dice San Pablo “si morimos con Cristo,

viviremos con él” (Rom 6, 8).

En la Eucaristía recordamos la pasión, muerte y resurrección de Cristo,

el culmen de su vida y de la misión por la que fue enviado por el Padre.

Fueron los momentos de mayor amargura e incomprensión de sus

discípulos, pero también los momentos en los que el sufrimiento humano

cobra sentido. Por eso es preciso que forme parte más activa de nuestra

vida.

Podemos caer en el conformismo y activismo si no incorporamos a

nuestra vida la pasión, muerte y resurrección de Jesús.

Por eso es necesario situar la Eucaristía en el centro de nuestra

vida, por eso es necesario que sus gracias lleguen con mayor asiduidad a

nosotros.

Hoy, cuando se quiere reducir lo religioso al ámbito de lo privado es

cuando más necesaria se hace la manifestación pública de la fe.

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Si somos cristianos no tenemos por qué ocultarlo, no tenemos por qué

pasar desapercibidos, no tenemos por qué tener miedo a que nos lo noten

otros, no tenemos por qué sentirnos bichos raros en discordancia con la

generalidad, no tenemos por que no manifestarlo cuando ha lugar.

Tenemos, como los demás, derecho a la libertad de opinión y de

expresión; por lo tanto debemos hacer uso de ese derecho natural sin temor

de ser catalogados como apestados. Eso si, siempre respetando a los

demás, sin la tentación de caer en la falta de caridad.

Deseo amigos, que la celebración de la pasión, muerte y resurrección

de Cristo en esta Semana Santa nos suscite un fuerte deseo de conversión y

de renovación personal, en un clima de reflexión y oración siempre más

intensa, y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más

necesitado. Y os animo a que la viváis en la calle, en el templo y en vuestro

interior.

Permítanme concluir con un bello soneto del siglo XVII de Francisco de

Jesús.

Cristo en la Cruz jugó y perdió la vida

y ganó para Si en la Cruz la muerte;

pero porque en la Cruz recibe muerte,

el hombre por la Cruz recibe vida.

La Cruz al hombre da contento y vida

y a Dios le da la Cruz tormento y muerte,

y en la Cruz triunfa Dios del mal y muerte,

pues en la Cruz les quita al fin la vida.

Recibe Cristo en Cruz afrenta y muerte

y por la Cruz alcanza gloria y vida

el hombre que sin Cruz viviera en muerte.

Y al fin la Cruz a Cristo da la vida,

y es espada la Cruz contra la muerte

pues pierde por la Cruz el reino y vida.

Francisco de Jesús (s. XVII)

Muchas gracias por su escucha.