Skip to Content

NAUGURACIÓN DE LA EXPOSICIÓN SOBRE SANTOS LAICOS CON MOTIVO DEL CONGRESO DIOCESANO DE LAICOS

Autor: 
+Manuel Sánchez Monge, Obispo de Mondoñedo-Ferrol

 

Las grandes bellezas del cristianismo son las vidas de los santos y el arte sacro. A decir verdad, la fe se recibe, se piensa en la teología, se anuncia en la predicación y en la catequesis, se actúa con gestos de amor y caridad, pero también se expresa y testimonia en el arte, como una “epifanía” del misterio santo de Dios. Y esto, no como un epígono ornamental, un añadido externo, que ayuda a comprender el misterio de Dios, sino como parte misma del misterio de Dios. Dicho todo taxativamente: Dios mismo es belleza, y para hablar de Dios necesitamos el lenguaje del arte y de la belleza. Resultan programáticas las palabras del Papa Juan Pablo II dirigidas a los artistas del mundo entero, con ocasión del Jubileo del año 2000. Les decía: “Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte. En efecto, debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios. Debe por tanto acuñar en fórmulas significativas lo que en sí mismo es inefable. Ahora bien, el arte posee esa capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha. Todo esto, sin privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio”1.

Exposición Laicos

La Iglesia no renunció a retomar su alianza con el arte, como proclamó el Concilio Vaticano II en el Mensaje a los artistas. “Este mundo en que vivimos – decían los Padres del Concilio – tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse con la admiración”2. La Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia, n. 122, no dudó en considerar “noble ministerio” a la actividad de los artistas cuando sus obras son capaces de reflejar de algún modo la infinita belleza de Dios y de dirigir el pensamiento de los hombres hacia Él”. En la Gaudium et Spes, se añadió que por la aportación del arte “se manifiesta mejor el conocimiento de Dios” y “la predicación evangélica se hace más transparente a la inteligencia humana”.

 

La imagen de Cristo y las imágenes de los santos no son fotografías. Su cometido es llevar más allá de lo puramente material. Despiertan los sentidos internos y enseñan una nueva forma de mirar capaz de percibir lo invisible en lo visible. Ante las sagradas imágenes lo que cumple es la contemplación interior. La imagen está al servicio de la liturgia; la oración y la contemplación en las que las imágenes han sido creadas tienen que realizarse en comunión con la fe de la Iglesia. La dimensión eclesial es fundamental en el arte sagrado y, con ello, también la relación interior con la historia de la fe, con la Sagrada Escritura y con la Tradición.

 

Dicen que cuando el cardenal Roncalli, futuro Juan XXIII, visitó la catedral de León, dijo algo así como esto: “Aquí hay más cristal que piedra, más luz que cristal y más fe que luz”. No podía ser de otra manera, siendo la catedral tan bella y el cardenal tan bueno.

 

Los santos seglares nos recuerdan que la santidad no es imposible, ni es una quimera inalcanzable. Ni es un privilegio para unos pocos (obispos, sacerdotes y religiosos); en realidad, es el destino común de todos los hijos de Dios, la vocación universal de todos los bautizados. También los seglares pueden y deben ser santos. El cristianismo no sólo tiene belleza ritual. Ante todo, está la belleza de la santidad. El orden del universo no se deriva de otro principio que el amor; por eso no hay nada más hermoso que él, y no hay amor más grande que el del Hijo de Dios entregándose hasta el final para nuestra salvación (cf. Jn 15,13). En su discurso de despedida, a lo largo de la Última cena, el Señor Jesús hizo extensivo su amor a la Iglesia. ¡Sus verdaderos discípulos pueden amar como Él lo hizo! (cf. Jn 15,12). No es imposible alcanzar este estado. El Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones y nos permite hacerlo. Hay muchos hombres y mujeres, los santos, que nunca han faltado a la Iglesia, que transparentan y transmiten al mundo este amor del Hijo de Dios. Contemplándolos se percibe la auténtica belleza.

“No son los áridos manuales, por llenos que estén de verdades indudables, los que expresan de modo plausible para el mundo la verdad del Evangelio de Cristo, sino la existencia de los santos, que han sido alcanzados por el Espíritu Santo de Cristo. Cristo no ha previsto otra apologética que ésta»3. Bernanos, gran escritor francés que siempre estuvo fascinado por la idea de los santos -cita a muchos en sus novelas- destaca que “cada vida de santo es como un nuevo florecimiento de primavera”.